LA SUERTE DE LOS ÁNGELES

El Dr. González goza de la máxima reputación en aquel hospicio de mala muerte. Hombre extraordinario como pocos, se ha ganado fama de médico compasivo con sus enfermas, aún cuando la locura le invada la vida.
De todas las pacientes se destaca una, joven todavía, de cabello castaño a los hombros, cortado a tijeretazos desafilados. Los ojos de esa mujer reflejan exactamente su carácter, de una transparencia tan turbia como el hielo. El Dr. González conoce perfectamente esta mirada, que casi siempre le impide mantener la vista en alto. Ella está convencida de que su doctor se turba porque está enamorado, y los hechos que la mujer desgrana como en una letanía parecen corroborar tal apreciación.
Una vez el Dr. González apareció con un ramito de fresias que le entregó en su cama. Las flores, naranja resplandeciente, se opacaron contra las paredes amarilleadas por los años ante la mirada torva del resto de las internas. En otra ocasión le trajo chocolates con relleno de menta, como el Dr. González sabe que le gustan. De algo está muy segura: aún siendo amable con todas, él le dedica a ella su mejor sonrisa y otros comentarios. Mientras que con las demás se muestra irrefutable: "Tenés que comer más porque te vas a enfermar" o "La medicación ya hará efecto", con ella es comprensivo, aún sin decir demasiado. "¿Cómo dormiste?", "¿Qué vas a hacer hoy?", "¿Necesitás algo?". En silencio, ella sólo le pide que la mire; es ahí donde nota que existe una conexión entre ambos, porque él baja los párpados y sigue su camino.
Lo cierto es que hace un tiempo el Dr. González le comentó que había alquilado un pequeño departamento, en el que viviría tras la separación de su mujer. A ella le pareció de lo más atinado el pedido que el buen doctor le hizo de inmediato. Sólo se trataba de limpiar, planchar la poca ropa que tenía y, cuando tuviera ganas, cocinarle algo que él disfrutaría después de hacer guardia. Este ofrecimiento le dio la pista definitiva de que él también sentía la conexión que todavía los une.
El primer día tuvo que hacer las tareas propias de una casa que había pertenecido a otro: fregar a fondo el baño y la cocina, y pulir con fuerza los pisos, que estaban bastante percudidos. Las semanas siguientes, como era previsible, las tareas mermaron. El solía acompañarla algunas tardes, cuando no le tocaba la guardia, cebándole mate mientras ella acondicionaba el ambo que lo convertía a él en doctor y a ella en su paciente preferida. Nunca
dejó de recibir por sus labores hasta la última moneda, aunque no tuviera dónde gastar ese dinero. Todas las noches de los días trabajados se soñaba abrazada a aquel cuerpo maravilloso del Dr. González, entre las sábanas que ella misma había estirado.
El departamento era chico de verdad y las horas libres abundaban. Si una vez hasta tuvo tiempo de preparar la torta de cumpleaños para la primogénita del Dr. González. Ella quería que su hombre sintiera el orgullo de halagar a ‘mi ángel’ –como él nombraba a la nena- en el nuevo hogar. Aquel día se preocupó para que todo quedara perfecto: dispuso el mantel de las ocasiones especiales sobre la mesa baja del living, dobló las servilletas de papel estampado y cortó unas fresias que crecían en la maceta del balcón. Puso el ramito sobre la mesa, al lado de la torta de menta con cobertura de chocolate y cuatro velitas rosas de esas que nunca se apagan. Absorta en los detalles no reparó en la hora y todavía estaba en el departamento cuando su doctor y la niña llegaron y la invitaron a participar del festejo. En la cocina, mientras acomodaban platos y vasos, él le comentó que con la mamá de la pequeña habían decidido darse otra oportunidad. Por eso le encargó que cuidara a ‘mi ángel’ mientras él se reunía con la esposa, para volver más tarde a apagar las velitas en familia.
El Dr. González transcurre su infierno gélido en un hospicio de mala muerte. Allí revivirá por siempre aquel túmulo de palabras ensangrentadas con el que la paciente de mirada turbia como témpanos lo recibió hace cinco años: "Sólo los ángeles mueren el día de su cumpleaños". El Dr. González cree que ésta es la única manera de nunca expiar su culpa.

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