Ruido

El estallido retumbó en su cabeza, rebotó en las sienes y salió impelido como el grito más desgarrador que jamás haya emitido ser humano sobre la tierra. A eso le siguieron unas ráfagas intermitentes, cada una de las cuales parecía estrellarse con repiqueteo sordo contra algún paredón abandonado. Se sabía en el medio de la nada, o peor aún, inmerso en el caos estridente de un infierno habitado por lamentos. ¡Por qué nadie se callaba! Las mujeres aullaban enloquecidas y había varios niños que no paraban de chillar; los hombres, en cambio, vociferaban órdenes incomprensibles mientras un pitido agudo machacaba y machacaba. Todos parecían animales, todos.
Reptó entre los cascotes, sin contener la queja, y presa de un aturdimiento que por momentos lo hizo delirar. Supo que estaba en una guerra, y que las bombas explotaban dejando tras de sí un silencio breve que pronto se veía rebasado de órdenes inexplicables y griterío general. Se vio entre paredes derrumbadas y sintió el peso de kilos y kilos de escombros que caían en tropel. Y el maldito pitido poblando el infierno, un infierno de sangre, fuego y más chillidos. Instintivamente llevó la mano a cierta parte de su cuerpo sin saber adonde iba, y bramó un sonido áspero, desquiciado, salido de las mismas fauces del dolor. Apenas tocó la herida quedó envuelto en un silencio sepulcral que le revolvió el estómago. Pudo observar los restos, entre mareado y atónito, pero sin escuchar nada. ¡Qué paz!
Como cada mañana desde hacía meses, salió de la biblioteca aturdido de recuerdos y abombado por la realidad: ningún diario lo mencionaba entre la lista de desaparecidos. Ya no sabe qué hacer para demostrar que el día del atentado él estaba ahí dentro. Recién había llegado a Buenos Aires para trabajar en la construcción; sus colegas le habían asegurado que no había de qué preocuparse, que ser ilegal en Argentina no era problema.


Mónica Marenda

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