Gesto

Como cada mañana se miró al espejo e hizo la mueca exacta para estirar la piel del cuello. Aunque el reflejo era evidente, sólo al pasar la mano por la cara se convenció de que debía afeitarse. En silencio maldijo la hora de haber aceptado dar la conferencia: no tenía idea de cómo hablar frente a tamaña cantidad de colegas, y encima, tenía resaca. Sonrió, movió la cabeza de arriba abajo y agradeció al aire. Se sintió ridículo y algo descompuesto. Desde que en la empresa le pidieron su ‘breve y desinteresada participación’ en el congreso, cada vez que pasaba frente a un espejo hacía las mismas reverencias. Hasta Susana le dijo que parecía un loco. ¡Y lo estaba! Todo el mundo creía que él era un excelente orador; y lo peor era que no podía echarle la culpa a nadie de su fama. Eso decía su currículum, eso había afirmado en la entrevista personal, eso parecía cuando presentaba proyectos a los clientes… ¡que nunca eran más de tres por reunión! Enjuagó la maquinita; un par de palmadas con loción le dio el ánimo que necesitaba. Se pasó el último peine por la melena engominada comprobando que cada pelo estuviera en su lugar. Volvió a estirar la piel del cuello, ajustó el nudo de la corbata, apoyó las manos en el lavabo y agachó la cabeza mientras respiraba profundo. Cuando se miró nuevamente en el espejo notó que una pequeña herida había empezado a sangrar. Era hora de cambiar la maquinita.

Mónica Marenda

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