Gesto 1

Se miró en el espejo y, como cada mañana, elevó la barbilla para estirar la piel del cuello antes de decidir si se afeitaba. Aunque el reflejo era evidente, sólo al pasar la mano por la cara se convenció de que esa barba de dos días, frente a semejantes circunstancias, era inviable. En silencio maldijo la hora de haber aceptado dar la conferencia: no tenía idea de cómo hablar frente a tamaña cantidad de gente, y encima, se había levantado con resaca. Sonrió, movió la cabeza de arriba abajo, y agradeció al aire. Se sintió ridículo, algo descompuesto. Desde que en la empresa le pidieron su ‘breve y desinteresada participación’ en el congreso, cada vez que pasaba frente a un espejo hacía las mismas reverencias. Seguía los surcos en la espuma con interés inusitado y así permaneció, absorto, hasta que hubo terminado. "Lo peor es que no puedo echar a nadie la culpa de mi fama", pensó, mientras se acariciaba la cara haciendo muecas con la boca. Enjuagó la maquinilla; unas palmadas con loción le dieron ánimo y hasta le parecieron un bálsamo contra la palidez y el mareo. Repasó su presentación punto por punto, mientras alisaba por última vez la melena engominada comprobando que cada pelo estuviera en su lugar. Luego apoyó las manos en el lavabo, y respirando profundamente, cerró los ojos. Al mirarse nuevamente en el espejo notó que una pequeña herida había empezado a sangrar. Resignado, sólo atinó a sonreír y agradecer al aire.

Mónica Marenda

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