Huída

Cada vez que el tren se detiene en una estación, el calor penetra fulminante, denso, visible, como si no aguantara el agobio de la propia atmósfera. Parece que el calor se adelanta a la gente, aún cuando la ansiedad de los pasajeros por relajarse en el frescor del coche hace que se abalancen hacia adentro ni bien las puertas comienzan a abrirse. Sin embargo, ahora mismo aparece un hombre, de repente, como salido de la misma densidad del aire, y se queda allí afuera, al rayo del sol. Intercambia un par de miradas con Carlos, que está sentado en el primer asiento justo frente a la puerta. Como el libro que ha elegido para el viaje no lo atrae, Carlos observa. Y lo hace con la avidez propia de su oficio, que no han podido quitarle los 15 años de trabajo en la sección Policiales del periódico de la ciudad.
Este hombre le llama particularmente la atención; está ahí, inmerso en los 40 grados de una estación de cemento y piedra, con chaqueta y pantalón negros, y no le corre una sola gota de sudor por el rostro. Tiene un pie en el andén y el otro dentro del coche, y ojea nervioso a izquierda y derecha. Cualquiera podría pensar que está esperando a alguien.
Al escuchar el pitido que anuncia la partida, el hombre sube al coche pero sigue mirando hacia fuera, alerta. Tampoco se sienta cuando el tren inicia la marcha, sino que se queda parado frente a Carlos, junto a la puerta. El hombre respira con un jadeo nervioso y Carlos descubre que ahora sí una gota de sudor sucio empieza a bajarle desde el nacimiento del pelo renegrido, para esconderse debajo del lóbulo derecho formando un surco oscuro. El hombre tira la cabeza hacia atrás y se apoya contra la puerta del coche: si no fuera por las dos manos que esconde detrás de la cintura, se desplomaría en cualquier momento. Carlos sabe que en la próxima estación el calor seguirá siendo fulminante, sobre todo para el hombre que desaparecerá, de repente, en la densidad del aire.

Mónica Marenda

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