(Nota suplemento Viajes y Turismo – Diario Clarín - 1999).
Museo Freud de Londres
Sigmund Freud pudo huir del nazismo justo antes de que se desencadenara la Segunda Guerra Mundial: en 1938 dejó su residencia de la Berg Gasse 19 en Viena para vivir y trabajar en Londres. Tuve la oportunidad de estudiar inglés en esa ciudad durante un mes, lo cual me permitió conocerla casi al dedillo y visitar numerosos museos, entre ellos la casa del psicoanalista austriaco durante su exilio londinense. Fui al Freud Museum, en Hampstead, un sábado al mediodía, calculando que la visita no me llevaría más que una hora. Si hasta quedé en encontrarme con una amiga a las 15, con la certeza de que iba a corresponder con puntualidad británica. Por supuesto, me equivocaba.
La casa es pequeña –apenas tres habitaciones en la planta baja y otras tantas en el primer piso- pero está poblada de objetos tan personales como reveladores de la identidad de Freud. Fetiches, muebles, libros, y el famoso diván. Algunos objetos fueron coleccionados por el psicoanalista, otros, puestos ex profeso para explicar los relatos de los pacientes. Un ejemplo: en la mesa del comedor hay un plato con una banana flanqueada por dos bochas de helado de crema, artificiales. A simple vista puede resultar cursi, la imitación de un postre de sugestiva forma sobre una elegante mesa de madera. Pero si uno se detiene en la nota que lo acompaña, comprende que "es el anhelo de toda virgen", expresión atribuida a un mozo y dicha mientras la colación era servida a una joven paciente que luego hablaría del tema con el médico vienés. Cada habitación de 20 Maresfield Gardens encierra elementos para profundizar en el conocimiento del Freud profesional pero también para acercarse al individuo. Así, un video con imágenes de la vida familiar en el relato de la psicoanalista Anna Freud, su hija menor, nos avisa que Freud era un acérrimo amante de los perros y se lo ve tan tierno con ellos como con sus nietos durante una fiesta familiar. De más está decir que llegué tarde a la cita de las 15. A los pocos días, Adam, un inglés de pura cepa profesor del London School of English, propuso un ejercicio: relatar en voz alta alguna experiencia asombrosa que nos hubiera ocurrido ese fin de semana. Cuando me tocó el turno comenté mi visita al Freud Museum. Para mi sorpresa, no sólo nadie sabía de la existencia del lugar –Adam incluido- sino que ninguno de mis compañeros de clase sabía de la existencia de Sigmund Freud. No lo conocían el ingeniero y el diseñador suizos ni el empresario turco; nunca lo habían escuchado nombrar la licenciada en marketing japonesa ni la mujer de negocios china; nada sabía de su vida la ejecutiva latvia (República de Latvia, ex U.R.S.S.); sólo manifestó haber leído un texto suyo, en el colegio secundario, Ilena, la estudiante rusa.
Adam, por su parte, sí conocía a Sigmund Freud, quizás porque había enseñado inglés en Barcelona, otro de los paraísos de la teoría psicoanalítica. Fue así como un grupo de europeos y asiáticos escucharon, en un college londinense, mis referencias en torno a un médico tan desconcertante como para idear una disciplina basada, entre otros elementos, en el significado de los sueños. No creo que les haya resultado asombroso, aunque algunos se rieron. El único que en definitiva me pidió la dirección del Freud Museum fue Adam, el maestro de inglés.
Museo Freud de Londres
Sigmund Freud pudo huir del nazismo justo antes de que se desencadenara la Segunda Guerra Mundial: en 1938 dejó su residencia de la Berg Gasse 19 en Viena para vivir y trabajar en Londres. Tuve la oportunidad de estudiar inglés en esa ciudad durante un mes, lo cual me permitió conocerla casi al dedillo y visitar numerosos museos, entre ellos la casa del psicoanalista austriaco durante su exilio londinense. Fui al Freud Museum, en Hampstead, un sábado al mediodía, calculando que la visita no me llevaría más que una hora. Si hasta quedé en encontrarme con una amiga a las 15, con la certeza de que iba a corresponder con puntualidad británica. Por supuesto, me equivocaba.
La casa es pequeña –apenas tres habitaciones en la planta baja y otras tantas en el primer piso- pero está poblada de objetos tan personales como reveladores de la identidad de Freud. Fetiches, muebles, libros, y el famoso diván. Algunos objetos fueron coleccionados por el psicoanalista, otros, puestos ex profeso para explicar los relatos de los pacientes. Un ejemplo: en la mesa del comedor hay un plato con una banana flanqueada por dos bochas de helado de crema, artificiales. A simple vista puede resultar cursi, la imitación de un postre de sugestiva forma sobre una elegante mesa de madera. Pero si uno se detiene en la nota que lo acompaña, comprende que "es el anhelo de toda virgen", expresión atribuida a un mozo y dicha mientras la colación era servida a una joven paciente que luego hablaría del tema con el médico vienés. Cada habitación de 20 Maresfield Gardens encierra elementos para profundizar en el conocimiento del Freud profesional pero también para acercarse al individuo. Así, un video con imágenes de la vida familiar en el relato de la psicoanalista Anna Freud, su hija menor, nos avisa que Freud era un acérrimo amante de los perros y se lo ve tan tierno con ellos como con sus nietos durante una fiesta familiar. De más está decir que llegué tarde a la cita de las 15. A los pocos días, Adam, un inglés de pura cepa profesor del London School of English, propuso un ejercicio: relatar en voz alta alguna experiencia asombrosa que nos hubiera ocurrido ese fin de semana. Cuando me tocó el turno comenté mi visita al Freud Museum. Para mi sorpresa, no sólo nadie sabía de la existencia del lugar –Adam incluido- sino que ninguno de mis compañeros de clase sabía de la existencia de Sigmund Freud. No lo conocían el ingeniero y el diseñador suizos ni el empresario turco; nunca lo habían escuchado nombrar la licenciada en marketing japonesa ni la mujer de negocios china; nada sabía de su vida la ejecutiva latvia (República de Latvia, ex U.R.S.S.); sólo manifestó haber leído un texto suyo, en el colegio secundario, Ilena, la estudiante rusa.
Adam, por su parte, sí conocía a Sigmund Freud, quizás porque había enseñado inglés en Barcelona, otro de los paraísos de la teoría psicoanalítica. Fue así como un grupo de europeos y asiáticos escucharon, en un college londinense, mis referencias en torno a un médico tan desconcertante como para idear una disciplina basada, entre otros elementos, en el significado de los sueños. No creo que les haya resultado asombroso, aunque algunos se rieron. El único que en definitiva me pidió la dirección del Freud Museum fue Adam, el maestro de inglés.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario