UN MUNDO PERFECTO
-Vamos a ver, parece que tienes problemas con la construcción del mundo.
Al otro lado de la línea, suspiré aliviada. Fue esa frase, y los segundos que le siguieron, los que operaron el milagro de hacerme recuperar un estado de calma que hacía meses había perdido. ¡Al fin alguien me entendía! (Sí, le contesté, y mi tono sonó tan melodramático como lo exigían las circunstancias: estoy en una encrucijada).
Tamaña sensación sólo podía tener asidero en los últimos avatares de mi vida. Había llegado a Madrid seis meses antes, con fuerzas renovadas y un estado de ánimo bastante inusual para mi carácter. Increíble, porque morir había sido mi alternativa, y yo pude llegar hasta aquí, salir adelante. Con fuerza y talante.
Recuerdo que las primeras semanas fueron de una intensidad casi cinematográfica. Deseaba, entre otras cosas, tener un hijo con el amor de mi vida. Tener un hijo y escribir, dos proyectos demorados por circunstancias. También venía decidida a no trabajar, que ya había entregado yo más que suficiente desde los 18 años. No cabían dudas: mis objetivos, si bien ambiciosos, eran muy claros. Al menos para mí, que había aprendido a reírme de la solemnidad de la vida aún en los momentos de mayor desasosiego.
El peso propio de los días trajo consigo lo más rutinario de la realidad y yo me sumergí en él tan mansamente. Hacía lo correcto. Por otro lado, mis planes seguían adelante; nuestro hijo vendría cuando menos lo esperara, no trabajaba fuera de casa, y había encaminado mi estancia legal en Europa gracias a una serie de trámites engorrosos pero necesarios. Inclusive tenía médico, y el respaldo de un hospital público en donde seguir mis rigurosos controles. De escribir, ni noticias, pero ya llegaría.
Todo estaba bajo control, salvo algún contratiempo con el amor de mi vida que para ese entonces se mostraba un tanto ofuscado porque veía que yo no trabajaba mientras él lo hacía todo el día, llevando a cabo una experiencia interesante pero agotadora. No alcanzaban para conformarlo ni siquiera mis mejores comidas, y eso que soy una excelente cocinera. Algunas dudas habían empezado a asaltarme. Discutíamos por minúsculas cuestiones que siempre escondían un trasfondo denso ¿qué hacíamos en Madrid? ¿Queríamos en verdad tener un hijo? ¿Cómo sobrevivir en este cuchitril de dos por dos sin pensar que el mundo es una mierda?
El verano ya se imponía en la ciudad con la furia más encarnizada de los últimos 50 años. Viajamos a Marruecos de vacaciones, un regreso intempestivo al tercer mundo
con todas las reflexiones que ello me acarrea. Y esta culpa tan molesta. Fue una gran experiencia; yo, casi la Jane Bowles de Bertolucci, lo digo por las moscas.
Para ese entonces obtenía la residencia como estudiante y estaba feliz porque iba a cursar un master que me haría escribir. Encima, por circunstancias, había conseguido un trabajo. Una porquería de trabajo, pero dada la situación y como está la cosa en España, sin chistar. En la entrevista de trabajo me habían preguntado si tenía hijos (no), si estaba acostumbrada a la ciudad (sí), si tenía disponibilidad para viajar (por supuesto), pero ¿y el master? (no importa, el amor de mi vida y yo tenemos claro que lo más importante es trabajar).
Así, promediando agosto, presa ya de profundas contradicciones, empecé a levantarme todos los días a las 8 para regresar a casa 10 horas después. Me quedaba el aliciente del master, que pronto arrancaría. Repasaba una y otra vez el cuadernillo en el cual se revelaban, con nombres rimbombantes, las materias que me harían escribir: los lunes, Técnicas de la Escritura; los martes, La Construcción del Mundo; los jueves, ¡Mundo Real y Mundo Cuántico!, y Técnicas de Relato Breve. Una fiesta para esa escritora que, estaba segura, esperaba agazapada el momento preciso para conquistar el mundo.
A un primer viaje laboral demoledor le siguió otro, y otro más. La relación con el amor de mi vida seguía su cauce, el niño no llegaba, y yo ¿haciendo qué en Madrid?, interrogante que se clavaba en las pocas horas libres que ahora disfrutaba en un piso bastante más confortable.
Hasta que mi jefa no definió la agenda de viajes de los tres meses siguientes, en la que me tocaba estar fuera de la ciudad cuatro martes cada 15 días, no me comuniqué con la escuela para darles a su vez mi agenda. De manera muy sabia, y luego de terribles devaneos que me habían mantenido en vilo días y días, había decidido cursar el master en dos años en vez de uno. Me pareció la decisión más justa para el amor de mi vida, para mis jefes, para mis amigos. A todos les había prometido dar lo mejor de mí, y no era cuestión de defraudarlos justo ahora.
Llamé a la escuela un martes, a una semana exacta de empezar. El primer golpe fue escuchar a una secretaria que me decía algo así como ‘al fin nos has llamado’. No sé por qué, intuí que aquella conversación iba a ser difícil. Sin embargo, muy convencida de mí, segura, largué toda la parafernalia de mis últimas decisiones. La secretaria, lacónica como pocas, sólo emitió un monosílabo y tres palabras: No, me dijo, eso es imposible.
Me sentí mareada. Las explicaciones que escuchaba, de lo más lógicas debo reconocer, eran invisibles a mi razón, una de las más cabales que he conocido. ¿Cómo era posible?
Mi estupor debe haberse notado porque aquella niña me dio la opción de hablar con el director del master, al que encontraría recién dos días después. Esas noches se hicieron eternas, plenas de fantasmas y conclusiones erróneas. Menos mal que el bochorno había cesado.
Y ahí estaba, aliviada, en calma. Ya había escuchado la frase que lo resumía todo.
-Vamos a ver, parece que tienes problemas con la construcción del mundo...
(-…sí, estoy en una encrucijada...)
-Ajá, eso lo puedes solucionar cursando en febrero una materia equivalente…
Por primera vez en meses volví a reírme de mí misma.
Mónica Marenda.
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