Ayer llegué a casa como de costumbre, a eso de las 8. La noche tendía una neblina terca sobre la ciudad y parecía no animarse de nuevo a la lluvia. Una humedad glacial cobijaba el ambiente, tornándolo más gélido, y sin embargo la gente inundaba la calle haciendo caso omiso al frío. Cuando abrí el portal del edificio –que estaba cerrado, como casi nunca-, me encontré con una gata pequeña que, hecha un bollo, me miró asustada. Si hay algo que me conmueve en el mundo son los gatos; en Buenos Aires tengo dos. Así que subí a casa, dejando atrás a la gata que aullaba desesperada, con la firme decisión de dejar mis cosas y volver a socorrerla.
Siempre me encantaron los gatos, literalmente: generan en mí una especie de hipnótico placer y una tranquilidad rayana con lo absurdo. Como las viejas locas que deambulan por los parques públicos, yo con los gatos hablo. Y no sólo eso, lo nuestro –con los míos, quiero decir- eran verdaderos diálogos, en los que casi siempre estábamos de acuerdo. Esta rutina me había traído algunos inconvenientes con el resto de la gente, que muchas veces prefería no verme a tener que compartir el espacio con mis cuadrúpedos malcriados.
Esta gata, ya lo presentía, no sería la excepción. Había subido un tramo de escalera y estaba en silencio; al verme maulló desesperada, y aquellos gritos, mezcla de terror y abandono, calaron más que el frío. La agarré entre mis brazos, la acaricié, le hablé bajito. Ella se dejaba hacer, resignada, sin el más mínimo atisbo de huir. Sus rayas gris oscuro sobre un fondo color canela me recordaron de inmediato a Mina, la felina porteña. Igual que ella, las delicadas y finas patas eran casi negras. Subimos juntas otro tramo de escalera y entramos al piso.
Mina había llegado a mi vida antes de lo aconsejable, ya que todavía no había sido destetada. Pero los dueños de la madre no podían con la carga de una lechigada de seis, así que se deshicieron de los bichos de inmediato. Lo curioso de este animal es que su padre es mi gato Paco, un bello ejemplar de angora blanco. Cierta vez fue requerido para calmar el celo de una siamesa y así nacieron tres gatos blancos de pelo muy corto y tres gatas como Mina, ella tan hermosa como extraña: rayada en gris con fondo canela, patas casi negras, orejas finas y puntiagudas, pelo corto pero sedoso, y paladar negro. Lo único que la diferenciaba de la gata madrileña eran sus ojos, rasgados y profundos. Sin embargo, en ambas miradas se notaba la tristeza.
La gata de acá iba y venía, ya sin maullar, inspeccionándolo todo. No se quedaba quieta un segundo. Era evidente que este animal había sido cuidado y conocía el afecto, ya que no se resistía a las caricias, y porque, además, hablaba. Sin embargo, las pupilas dilatadas seguían confirmando el terror que significa el abandono en una casa extraña, entre otros brazos, ante un idioma idéntico pero no. Un desarraigo que sería difícil de remontar, y que afirmaría sus ojos tristes.
Mina siempre fue una gata muy dulce, pero sólo conmigo, porque mantenía un exilio porfiado dentro del armario o debajo de la cama cuando en casa había un extraño. Y siempre supe que nunca se había olvidado de aquel destete prematuro y un viaje en taxi, maullando aterrorizada, entre mis brazos. Ni del encuentro con aquel gato blanco que durante días la persiguió, no entendiendo demasiado qué pasaba, y al que sin embargo logró adoptar como madre, chupándole las tetillas inútiles durante meses.
Le puse leche a la gata madrileña pero olisqueó y no tomó ni un sorbo. Tampoco quiso atún, la única comida más o menos gatuna que había en el departamento. Con la gata en la falda escribí cuatro papelitos, en los que daba cuenta de su paradero, con la idea de avisar a los vecinos, cada uno en su propia puerta. Mientras la acariciaba, dejé los papeles listos sobre el escritorio y a través del cristal me perdí en la noche que al fin había dado permiso a la lluvia, nuevamente. La gata ronroneaba y se animó a restregar su cabeza contra mis manos, que seguían acariciándola. Agarré el teléfono y llamé a Buenos Aires.
Mónica Marenda
Siempre me encantaron los gatos, literalmente: generan en mí una especie de hipnótico placer y una tranquilidad rayana con lo absurdo. Como las viejas locas que deambulan por los parques públicos, yo con los gatos hablo. Y no sólo eso, lo nuestro –con los míos, quiero decir- eran verdaderos diálogos, en los que casi siempre estábamos de acuerdo. Esta rutina me había traído algunos inconvenientes con el resto de la gente, que muchas veces prefería no verme a tener que compartir el espacio con mis cuadrúpedos malcriados.
Esta gata, ya lo presentía, no sería la excepción. Había subido un tramo de escalera y estaba en silencio; al verme maulló desesperada, y aquellos gritos, mezcla de terror y abandono, calaron más que el frío. La agarré entre mis brazos, la acaricié, le hablé bajito. Ella se dejaba hacer, resignada, sin el más mínimo atisbo de huir. Sus rayas gris oscuro sobre un fondo color canela me recordaron de inmediato a Mina, la felina porteña. Igual que ella, las delicadas y finas patas eran casi negras. Subimos juntas otro tramo de escalera y entramos al piso.
Mina había llegado a mi vida antes de lo aconsejable, ya que todavía no había sido destetada. Pero los dueños de la madre no podían con la carga de una lechigada de seis, así que se deshicieron de los bichos de inmediato. Lo curioso de este animal es que su padre es mi gato Paco, un bello ejemplar de angora blanco. Cierta vez fue requerido para calmar el celo de una siamesa y así nacieron tres gatos blancos de pelo muy corto y tres gatas como Mina, ella tan hermosa como extraña: rayada en gris con fondo canela, patas casi negras, orejas finas y puntiagudas, pelo corto pero sedoso, y paladar negro. Lo único que la diferenciaba de la gata madrileña eran sus ojos, rasgados y profundos. Sin embargo, en ambas miradas se notaba la tristeza.
La gata de acá iba y venía, ya sin maullar, inspeccionándolo todo. No se quedaba quieta un segundo. Era evidente que este animal había sido cuidado y conocía el afecto, ya que no se resistía a las caricias, y porque, además, hablaba. Sin embargo, las pupilas dilatadas seguían confirmando el terror que significa el abandono en una casa extraña, entre otros brazos, ante un idioma idéntico pero no. Un desarraigo que sería difícil de remontar, y que afirmaría sus ojos tristes.
Mina siempre fue una gata muy dulce, pero sólo conmigo, porque mantenía un exilio porfiado dentro del armario o debajo de la cama cuando en casa había un extraño. Y siempre supe que nunca se había olvidado de aquel destete prematuro y un viaje en taxi, maullando aterrorizada, entre mis brazos. Ni del encuentro con aquel gato blanco que durante días la persiguió, no entendiendo demasiado qué pasaba, y al que sin embargo logró adoptar como madre, chupándole las tetillas inútiles durante meses.
Le puse leche a la gata madrileña pero olisqueó y no tomó ni un sorbo. Tampoco quiso atún, la única comida más o menos gatuna que había en el departamento. Con la gata en la falda escribí cuatro papelitos, en los que daba cuenta de su paradero, con la idea de avisar a los vecinos, cada uno en su propia puerta. Mientras la acariciaba, dejé los papeles listos sobre el escritorio y a través del cristal me perdí en la noche que al fin había dado permiso a la lluvia, nuevamente. La gata ronroneaba y se animó a restregar su cabeza contra mis manos, que seguían acariciándola. Agarré el teléfono y llamé a Buenos Aires.
Mónica Marenda
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