Hugo Tolosa dobló hacia el Rastro con el sol ya calcinante y la intención de desayunar. Esta mañana me levanté con el pie derecho y no me duché, mala señal. En el bar lo miraron raro: aquellas eran más bien horas para una caña y un pincho de tortilla. Pero cómo pueden… Tomó con pudor el café con leche, agarró la media luna (cruasán, ¡qué tupé!), y se apuró para volver a la calle. Hasta que entrara a trabajar, recién a las dos, podía hacer lo que quisiera. Tal vez le interesara detenerse en un kiosco y hojear algunas revistas para enterarse de una vez de qué va la cosa en este mundo; pero qué me importa. Todos los días igual: esa misma sensación de estar haciendo lo correcto que no lo dejaba en paz. Pensó que acá sería distinto, que cambiar de ciudad, de continente, de cultura, serviría para poder hablar de identidad, de la suya, de la que los demás sí veían y él no alcanzaba a distinguir. ‘Todas las hojas son del viento…’, tarareó a Spinetta.
Su trabajo en el periódico consistía en editar los anuncios clasificados. Había tenido suerte con el empleo, porque estar en el diario más notable del país le generaba un halo de importancia entre su gente que nunca antes había conseguido, ni cuando de muy joven escribía artículos para el vespertino de su ciudad. No importaba que la tarea en sí fuera verdaderamente innecesaria, porque poca cosa había para corregir en dos o tres líneas de un anuncio, salvo colocar bien las abreviaturas, cuidar que luego de un punto no saltara por default una mayúscula, y cosas por el estilo. Como nadie controlaba su trabajo, a veces se permitía la licencia de acomodar las piezas de acuerdo a su lógica. Le gustaba referirse a las palabras como partes de un juego, no ajedrez, que nunca había aprendido.
Pasó por delante del kiosco y sólo miró de reojo las portadas; qué caricaturas, por Dios, nadie podría haberse inventado mejor que éstos a sí mismos. Y los periódicos… Papel y más papel para hablar de casi cualquier tema, y decir nada. Levantó la vista: la ciudad se le antojaba más gris que nunca, a pesar del sol. Y más sucia. Tantas fachadas tapadas, tanta obra de reconstrucción; era mejor antes, cuando estos barrios funcionaban como centros de refugiados.
Iba por las angostas aceras pensando en las veredas anchas que hacía cinco años no caminaba. De a poco esta ciudad, como aquella, se va poblando de pobres, de gente que pide, de tipos que tocan melodías insoportables en el metro.
Ahora sí le apetecía una cerveza. Se metió en el primer bar aunque odiaba las tragaperras. Cómo pueden… Pidió una caña y cogió el único periódico que estaba a la vista. No era el suyo. Por defecto profesional ya, fue directo a la página de los anuncios. Le llamó la atención uno, que no se parecía a los que él pulía con indiferencia día a día. Tragó de tal manera que la cerveza pasó por el gaznate como una cuchilla. Anotó el número en una servilleta. Esa sería la llamada del día.
Mónica Marenda
No hay comentarios.:
Publicar un comentario