Estaba ahí, sentada en una silla del comedor, como doblada, partida al medio sobre sus rodillas. Un mechón renegrido le caía sobre el perfil afilado, en realidad todo su pelo le tapaba la cara, invisible tras las manos. Tenía el cuerpo convulsionado aunque sus movimientos eran discretos, reconcentrados en un llanto violento pero íntimo, de desconsuelo único, escuchado por primera vez. Era raro verla así, quebrada. Nunca había sido una mujer suave o débil, con ese carácter de los mil demonios que tenía. Los que la conocían bien decían que era como un potro sin domar, porfiado en su rebeldía, arisco por no saber qué son las caricias. Sin embargo, en esa filmación de súper 8 en la que está saltando a la cuerda, muy joven y ya con hijas, sonreía. O en la foto de Mar del Plata, aquella de la playa y su bikini ¡en esa época! O cuando volvía de compras con chocolates Bonafide, los mejores de la ciudad, según ella misma. Era capaz de sonreír.
A los 37 seguía tan altiva como siempre, quizás porque dos veces había estado a punto de morir. O porque su historia de amor había sido única, como desde ese día su dolor. Hacía dos meses que prácticamente no la veíamos, ella en el sanatorio de la Capital, nosotras en casa, en el pueblo. Estaba más delgada. Nos acercamos despacito, como si aquel lamento fuera suyo en exclusiva, como si se presentaran a darle el pésame tres desconocidas. Avanzamos entre la gente, enlazadas una a otra entre nuestros brazos, de menor a mayor, yo en el medio. La casa estaba repleta y por eso el silencio se hacía más patente. El silencio y su llanto. Todo el mundo nos miraba esperando el momento en que nos reuniríamos después de tantas cosas. Escoltada por su madre, que nos indicó con una mueca que no lloráramos nosotras a su vez, ella levantó la vista y dejó caer los brazos. Tenía la mirada perdida y la desolación que impuso su figura fue tal que las tres al mismo tiempo caímos arrodilladas a sus pies, llorando desesperadas, nuestras cabezas buscando su regazo. Sus manos seguían quietas sobre la pollera, una sosteniendo a la otra, como muertas. Siempre me habían gustado sus manos, de alguna extraña manera las envidiaba, las mías de niña todavía, las suyas tan prolijas, con una piel cetrina y suave, y unas uñas preciosas, largas y pintadas de colores llamativos, a la moda. Ese día las llevaba descuidadas y más cortas. Los dedos extensos y finos también estaban despojados, salvo el cintillo de brillantes y la alianza rodeando el anular izquierdo, incondicionales en el compromiso, uno atrás del otro. Sólo dos anillos para reafirmar su amor, lo único por lo que vivía.
Dos manos inermes y sus anillos se nublaron ante mi vista, empapados de nuestras lágrimas, húmedos de sollozos profundos, entrecortados, inconsolables. Nadie hablaba, quizás sí hubo otros llantos. El ambiente estaba cargado de estupor cuando ella abrió la boca, los labios caídos, en la propia mueca muertos. Entonces, aquel balbuceo mojado se quedó para siempre entre nosotras. Qué vamos a hacer sin papá, dijo en un susurro.
Una sola frase, tres pares de brazos alrededor de su cintura y dos manos quietas. Eso trajo todo lo demás.
A los 37 seguía tan altiva como siempre, quizás porque dos veces había estado a punto de morir. O porque su historia de amor había sido única, como desde ese día su dolor. Hacía dos meses que prácticamente no la veíamos, ella en el sanatorio de la Capital, nosotras en casa, en el pueblo. Estaba más delgada. Nos acercamos despacito, como si aquel lamento fuera suyo en exclusiva, como si se presentaran a darle el pésame tres desconocidas. Avanzamos entre la gente, enlazadas una a otra entre nuestros brazos, de menor a mayor, yo en el medio. La casa estaba repleta y por eso el silencio se hacía más patente. El silencio y su llanto. Todo el mundo nos miraba esperando el momento en que nos reuniríamos después de tantas cosas. Escoltada por su madre, que nos indicó con una mueca que no lloráramos nosotras a su vez, ella levantó la vista y dejó caer los brazos. Tenía la mirada perdida y la desolación que impuso su figura fue tal que las tres al mismo tiempo caímos arrodilladas a sus pies, llorando desesperadas, nuestras cabezas buscando su regazo. Sus manos seguían quietas sobre la pollera, una sosteniendo a la otra, como muertas. Siempre me habían gustado sus manos, de alguna extraña manera las envidiaba, las mías de niña todavía, las suyas tan prolijas, con una piel cetrina y suave, y unas uñas preciosas, largas y pintadas de colores llamativos, a la moda. Ese día las llevaba descuidadas y más cortas. Los dedos extensos y finos también estaban despojados, salvo el cintillo de brillantes y la alianza rodeando el anular izquierdo, incondicionales en el compromiso, uno atrás del otro. Sólo dos anillos para reafirmar su amor, lo único por lo que vivía.
Dos manos inermes y sus anillos se nublaron ante mi vista, empapados de nuestras lágrimas, húmedos de sollozos profundos, entrecortados, inconsolables. Nadie hablaba, quizás sí hubo otros llantos. El ambiente estaba cargado de estupor cuando ella abrió la boca, los labios caídos, en la propia mueca muertos. Entonces, aquel balbuceo mojado se quedó para siempre entre nosotras. Qué vamos a hacer sin papá, dijo en un susurro.
Una sola frase, tres pares de brazos alrededor de su cintura y dos manos quietas. Eso trajo todo lo demás.
Mónica Marenda
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