Hoy es una de esas noches blancas, cuando el insomnio está dado por la certeza de saberte en el otro. Juego de espejos, laberintos del alma. Sorpresas. Aquí y ahora Buenos Aires. O quizás Granada. Después.
Allá era primavera, era el paseo de los tristes. La Alhambra parecía un cuadro de la noche enmarcado por la ventana del piso de mi amiga Elena. La magia nazarí impregnaba el ambiente, aún cuando hacía pocas horas que me había metido en aquel universo. Yo estaba acompañada por Juan, mi pareja, y habíamos ido a visitar a Elena, que vivía con un amigo, en España estudiante de postgrado. Pablo era un ser nombrado mil veces, pero invisible hasta entonces. Un desconocido, de mil maneras anónimo a través de los relatos de Elena. Ya habíamos comido y bebido, y estábamos dispuestos a partir a nuestro hotel cuando Pablo entró en la casa. La sorpresa al mirarnos fue tal que yo sentí que la evidencia era inevitable. Bastó una mirada para saberlo, nos habíamos reconocido a los ojos, como los animales cuando se huelen. Luego de las presentaciones, Pablo nos invitó a quedarnos por una copa, con las consabidas justificaciones del caso: que es primavera, que es el paseo de los tristes, que es la Alhambra custodiándonos desde allí atrás, que no puedo entender qué me pasa, si yo no te conozco, si hasta hace cinco minutos sólo eras para mí un nombre, María, mil veces dicha y sin embargo una desconocida. Todo el alrededor quedó difuminado, se suponía que nosotros estábamos ahí, siguiendo la conversación, sonriendo, de vez en cuando acotando algo. Ya de madrugada salimos a la calle, Elena y Pablo que seguirían la juerga en algún bar. Nosotros que decidimos quedarnos en el hotel, que es tarde y mañana nos iremos, quizás para no ver nunca más el paseo de los tristes. La despedida fue cerca de la boca, y un susurro al oído: nos vemos en Buenos Aires, dentro de seis meses, cuando el postgrado se acabe y el paseo de los tristes se quede aquí, junto con la Alhambra y hoy. En esta noche blanca.
Allá era primavera, era el paseo de los tristes. La Alhambra parecía un cuadro de la noche enmarcado por la ventana del piso de mi amiga Elena. La magia nazarí impregnaba el ambiente, aún cuando hacía pocas horas que me había metido en aquel universo. Yo estaba acompañada por Juan, mi pareja, y habíamos ido a visitar a Elena, que vivía con un amigo, en España estudiante de postgrado. Pablo era un ser nombrado mil veces, pero invisible hasta entonces. Un desconocido, de mil maneras anónimo a través de los relatos de Elena. Ya habíamos comido y bebido, y estábamos dispuestos a partir a nuestro hotel cuando Pablo entró en la casa. La sorpresa al mirarnos fue tal que yo sentí que la evidencia era inevitable. Bastó una mirada para saberlo, nos habíamos reconocido a los ojos, como los animales cuando se huelen. Luego de las presentaciones, Pablo nos invitó a quedarnos por una copa, con las consabidas justificaciones del caso: que es primavera, que es el paseo de los tristes, que es la Alhambra custodiándonos desde allí atrás, que no puedo entender qué me pasa, si yo no te conozco, si hasta hace cinco minutos sólo eras para mí un nombre, María, mil veces dicha y sin embargo una desconocida. Todo el alrededor quedó difuminado, se suponía que nosotros estábamos ahí, siguiendo la conversación, sonriendo, de vez en cuando acotando algo. Ya de madrugada salimos a la calle, Elena y Pablo que seguirían la juerga en algún bar. Nosotros que decidimos quedarnos en el hotel, que es tarde y mañana nos iremos, quizás para no ver nunca más el paseo de los tristes. La despedida fue cerca de la boca, y un susurro al oído: nos vemos en Buenos Aires, dentro de seis meses, cuando el postgrado se acabe y el paseo de los tristes se quede aquí, junto con la Alhambra y hoy. En esta noche blanca.
Mónica Marenda
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