DESGRACIA


DESGRACIA – J. M. COETZEE

David Lurie es profesor en una universidad de Ciudad del Cabo, la ciudad más importante del Africa blanca. En el momento en que comienza la acción ha vivido una reforma educativa por la cual de enseñar lenguas modernas ha pasado a ser titular de dos materias que poco le interesan y de nada le servirán en los hechos por venir: Fundamentos de Comunicación y Conocimientos Avanzados de Comunicación. Sin embargo, la universidad, para ‘levantar la moral’ del cuerpo docente, le da la oportunidad de impartir una asignatura especializada sin importar el número de inscriptos. El elige a los poetas románticos, entre los que se destaca Byron. Se nota que este escritor lo subyuga, porque lleva años queriendo crear una opera sobre la época en que Byron vivió en Italia junto a su amante Teresa. Lurie tiene 52 años y es, sobre todo, un Don Juan. Un Don Juan finisecular y algo misógino.
En estos elementos queda planteado el motor de la novela: él y su deseo, él y su decadencia, él y su resignación.
David Lurie es el alter ego de Byron, y como tal, también de sus personajes. Byron es el hilo conductor de toda la novela, a través de sus versos y de su historia. Pero Lurie no se parece en nada a un héroe romántico; él tiene una postura cínica ante la vida. Se dice preso de su deseo y no sabe medir las consecuencias, o no le importa. Como el ángel caído, es un bulto que anda errante en el mundo de los sentidos sin posibilidad de ser amado, condenado a la soledad.
Como Byron, debe huir al extranjero (el Africa negra) para aplacar las voces del escándalo. Como Lucifer, es la desgracia en sí misma, es un monstruo que modifica para mal todo lo que toca, que actúa por impulsos, sin moral. Que siempre quiere hacer su voluntad. Y eso es inadmisible en el paraíso.
Es, además, como ángel de la muerte, el incinerador de perros (emisarios del maligno), el que los lleva a su reino, a la morada final.
Lurie no puede escapar a su destino de ‘desterrado’ de la vida, del deseo, de la juventud. Es doblemente juzgado y expulsado. En el punto de inflexión de su vida, vive en carne propia el juicio de la historia en esa Africa negra que le hace pagar a él y a su hija los males de la opresión blanca. Se da cuenta de que este no es su mundo pero tampoco lo es el otro; de nada le sirve la comunicación para evitar este salvajismo, estos nuevos códigos. Por primera vez se siente desamparado, y sus impulsos vitales no cooperan para nada; aquí y ahora, su desfachatez y vanidad no le sirven. En este universo tampoco puede hacer su voluntad.
Pasada la hecatombe, llega de a poco la resignación. Resignación como oposición y renuncia al deseo, al menos como lo había conocido hasta el momento. Es en este momento cuando empieza a dar forma a la ópera que nunca había creado. Utiliza un tono irónico porque, como Byron y Teresa, se sabe presa de esta comedia burguesa que es la vida. Una vida que, como él y como su ópera, carece de acción, está tullida, famélica, deforme. Sin esperanzas.
Pero resignación también quiere decir re signarse, re significarse, aceptar ser otro distinto, aceptar la vejez, aceptar la muerte. Volver a ser humano.



Mónica Marenda

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