CIUDAD
Laberinto de cuadrícula perfecta en donde perderse es andar sabiendo que la salida puede ser cualquier esquina; esquinas en ochava, aún muy numerosas. La herencia de un trazado visionario para las Indias. Reina de otros reinos, valiosos hoy en un seudónimo, y un nombre evocador, de cuando el aire era puro. Ancha como su río que casi es mar donde la vista naufraga sin llegar a la otra orilla. Y sin embargo a sus espaldas, reconcentrada, mirando hacia adentro, como negando su origen y después los barcos. Aún hoy es así, a pesar de que la arteria de la identidad alimente su fama fluyendo hasta una costa de perfiles modernistas, sin lograr integrarla todavía. Más adentro, en el centro inmenso del centro sin límites (destino incontrolable de los lugares pobres), conviven edificios de cien años, el testimonio más antiguo, con torres interminables desde donde las veredas rotas son una sospecha apenas. Reclama la atención un solar de monumentales puertas abiertas, circunvalado por una muralla sobre la que árboles, cruces y angelitos opulentos se asoman para hacer recordar que allí se guardan los muertos. Es en el norte, en un barrio que nació como arrabal y que debe a la peste su aristocrática providencia actual. En el punto opuesto se queda el pobrerío, y una zona que ha sabido conservar cierta aspiración de memoria colonial. Los árboles se reúnen de a cientos en el borde de aquella prosperidad, aunque es cierto que también van arrullando por toda la trama, deteniéndose en multiplicidad de plazas, parques y jardines. De noche, cuando las únicas luces -muy cerca unas de otras- indican estación de servicio y bar, un batallón hecho de hombres, mujeres y niños montados sobre pies o camiones y arrastrando carros de madera llega para seleccionar la basura, despojos que en canje serán alimento pero no futuro. Este es un lugar en donde para avanzar hay que preguntar a cuántas cuadras queda.
Sobre Buenos Aires, la reina del Plata.
Mónica Marenda
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