(Comentarios sobre cine para un periódico del Gran Buenos Aires-1995).
El último film dirigido por Francis Ford Cóppola fue "Drácula, de Bram Stocker". El tipo la realizó hace tres años, quizás sin darse cuenta de que se adelantaba al homenaje que hoy la industria centenaria está brindando al séptimo arte. Cóppola alzó su copa de sangre y le hizo una reverencia a los maestros que cien años antes habían creado la máquina de la ilusión, con una obra desmedida, como la pasión misma.
La película habla del mismo amor que él siente por el cine. Esto queda reflejado en forma explícita en la escena en que el Conde y Elizabetha –o Mina, como Ud. quiera- se encuentran por primera vez. Es en Londres, en el año 1897: el príncipe Vlad y Mina se ven en la calle y se reconocen, inconscientemente, por haberse pertenecido en otra vida, tantos siglos antes. Cóppola los imagina en blanco y negro, y su cámara se transforma en una vieja filmadora de finales de siglo, casi como un Lumiere posmoderno.
Pero ahí no termina la acción. Ya en colores y con toda la dimensión de su mirada, hace que el príncipe enamorado le pida a Elizabetha que lo lleve al cinematógrafo, una atracción que para la maestra londinense está en el subsuelo de los valores artísticos y de museo que ella cree verdaderos. Pero la ilusión de Cóppola la somete, y ella lleva a su príncipe de otra vida a presenciar el espectáculo que le va a devolver la pasión perdida en los océanos del tiempo.
"He cruzado océanos de tiempo para encontrarte", le dice Vlad apasionado, mientras que en el fondo un telón reproduce las primeras escenas que la cámara recién nacida selló para siempre en la memoria de todos. Y Mina, como no podía ser de otra manera, muere de amor.
Cóppola también atravesó las aguas del tiempo y se reencontró con su amada. Juntos dieron vida, plasmando en celuloide el amor y la pasión. El príncipe Francis levantó hace tres años su copa de sangre y brindó por su amada. Se adelantó, como siempre, a sus contemporáneos. Porque para él, el oleaje del tiempo es improbable, tanto como para pretender demostrar la existencia de una vida previa entregada con ardor, en blanco y negro, a las imágenes.
El último film dirigido por Francis Ford Cóppola fue "Drácula, de Bram Stocker". El tipo la realizó hace tres años, quizás sin darse cuenta de que se adelantaba al homenaje que hoy la industria centenaria está brindando al séptimo arte. Cóppola alzó su copa de sangre y le hizo una reverencia a los maestros que cien años antes habían creado la máquina de la ilusión, con una obra desmedida, como la pasión misma.
La película habla del mismo amor que él siente por el cine. Esto queda reflejado en forma explícita en la escena en que el Conde y Elizabetha –o Mina, como Ud. quiera- se encuentran por primera vez. Es en Londres, en el año 1897: el príncipe Vlad y Mina se ven en la calle y se reconocen, inconscientemente, por haberse pertenecido en otra vida, tantos siglos antes. Cóppola los imagina en blanco y negro, y su cámara se transforma en una vieja filmadora de finales de siglo, casi como un Lumiere posmoderno.
Pero ahí no termina la acción. Ya en colores y con toda la dimensión de su mirada, hace que el príncipe enamorado le pida a Elizabetha que lo lleve al cinematógrafo, una atracción que para la maestra londinense está en el subsuelo de los valores artísticos y de museo que ella cree verdaderos. Pero la ilusión de Cóppola la somete, y ella lleva a su príncipe de otra vida a presenciar el espectáculo que le va a devolver la pasión perdida en los océanos del tiempo.
"He cruzado océanos de tiempo para encontrarte", le dice Vlad apasionado, mientras que en el fondo un telón reproduce las primeras escenas que la cámara recién nacida selló para siempre en la memoria de todos. Y Mina, como no podía ser de otra manera, muere de amor.
Cóppola también atravesó las aguas del tiempo y se reencontró con su amada. Juntos dieron vida, plasmando en celuloide el amor y la pasión. El príncipe Francis levantó hace tres años su copa de sangre y brindó por su amada. Se adelantó, como siempre, a sus contemporáneos. Porque para él, el oleaje del tiempo es improbable, tanto como para pretender demostrar la existencia de una vida previa entregada con ardor, en blanco y negro, a las imágenes.
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