Sus manitos están cerradas en puño, y es ahora, cuando estiro sus dedos, que concibo la latencia en mí de otro universo. La piel es suave pero arrugada, y la carne de sus brazos y piernas muy blandita. Está toda roja, los ojos hinchados y cerrados, la cabeza cubierta por un pequeñísimo gorro de algodón. Es la primera en llegar, para siempre primogénita de un amor puro y recién nacido. Siento cómo mi sangre va y viene, y un saber animal instala en mi piel la certeza de que algo de eso que corre por mis venas también está dentro suyo, aunque no sea mía. Este cuerpito caliente que vive entre mis brazos abre la compuerta de un amor tres veces negado; es poderoso, tiene la capacidad de devolverme al conocimiento de mis entrañas en un segundo. Todo en mí está de repente preparado, alerta hasta en los poros, excitado por la novedad. No puedo dejar de mirarla y de mirarme.
Mónica Marenda
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