(Nota apertura Revista Viva – Diario Clarín - 1999)
Comunidad armenia en Argentina
SOSTENER LA IDENTIDAD
Mgherdich, Verjin, Mardiros, Bedros, Galea, Atam, Oglu, Oski, Maireni no son sólo nombres raros. Cada una de esas letras conforma la identificación de un pueblo huido que llegó a la Argentina allá por los años ‘14. Se salvaron de un destino bárbaro: escaparon de la hambruna, las pestes y las matanzas que exterminaron a gran parte del pueblo armenio en el genocidio que los turcos ejecutaron sobre 1.500.000 almas en 1915. Aquí construyeron sobre el horror una nueva comunidad en la diáspora, que los mantiene unidos después de 80 años. Esta es la historia de Mgherdich y la de muchas otras letras que han desaparecido en el tiempo. Pero también, la de aquellas que permanecen en los nombres de los que han nacido en esta tierra.
Castigado y sometido por la crueldad del hombre, el pueblo armenio ha sobrevivido gracias a su fe. Tanto, que fue la propia iglesia la que cumplió el rol del estado en los tiempos de las ininterrumpidas conquistas foráneas. Esa misma institución que entregó a sus fieles el legado más preciado para cualquier cultura: una lengua propia. Si bien en el siglo pasado el surgimiento de la intelectualidad laica logró reemplazar el krapar (lengua literaria ancestral) por el asharapar (lengua coloquial), la iglesia siguió siendo la entidad que aún hoy aglutina la conservación de las tradiciones atávicas de los armenios en su territorio y en la diáspora.
La comunidad armenia que eligió como refugio el barrio porteño de Flores sur no es la excepción. Por eso, el caminante desprevenido que pasee por la calle José Martí al 1500 el domingo 4 de octubre podrá presenciar una de las manifestaciones rituales que mejor retrata a la armenidad: el Madagh. Después de una misa colmada de cantos gregorianos y rezos en krapar, el cura párroco Der Ieghishe Nazarian comenzará su plegaria en recuerdo de los ausentes. El humo del incienso inundará la iglesia de paredes blancas que allá por finales de los años ‘20 supo de un destino de madera y chapa. Luego, los fieles se prepararán para saborear el trigo y la carne de siete corderos sacrificados y bendecidos el día anterior. Las puertas estarán abiertas y cada una de las casi mil personas que comerán gratuitamente de esa comida sentirá la generosidad de un pueblo que intenta mantener la identidad en la integración. Madagh es el alimento entregado desde el corazón para la tranquilidad de las almas.
Esta vez, la ceremonia repetida aquí por los fieles desde la tercera década del siglo XX, es especial. Se realiza en el año del 70 aniversario de la iglesia Santa Cruz de Varak, la primera construida en Buenos Aires por los refugiados que huyeron del genocidio. Y se hace en las vísperas de un acontecimiento extra ordinario. Por pertenecer a una iglesia pionera, los fieles de Varak tienen el privilegio de llevar adelante una misión de fe que involucra a todos los armenios en la diáspora argentina: organizar la peregrinación que culminará en el año 2001 en la catedral de Echmiadzin, el templo más antiguo de la cristiandad. Cobijado por el monte Ararat, a 18 kilómetros de Erevan, la capital de la república armenia, el santuario recibirá a un número incalculable de creyentes que se reunirán para conmemorar los 1700 años de la fe cristiana y los 17 siglos de iglesia-identidad armenia.
La tarea recién comienza y se repetirá en cada lugar del planeta que albergue refugiados. De los 6.500.000 armenios que sobreviven en el mundo, el 54 por ciento vive en la República de Armenia. Un millón se distribuye en otras repúblicas de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y dos millones se reparte entre Europa y América.
La cantidad de armenios en Argentina es improbable, algunos hablan de 50 mil y otros, del doble. En su mayoría pertenecen a la tercera o cuarta generación de aquellos primeros refugiados que llegaron incluso antes del Genocidio. Con apenas 20 años, los jóvenes armenios que se asentaron en el bajo Flores lo hicieron porque esos terrenos pantanosos eran más baratos que los de Palermo, otro barrio típico de la comunidad. Ninguno pensó en levantar un club ni organizar una sociedad de fomento; la obra primordial era construir una escuela para que los chicos aprendieran idioma, historia, literatura y educación cívica armenia. Inmediatamente, porque es raro que exista una sin la otra, se edificaría la iglesia. En 1928 el sueño ya tenía paredes, techo y 120 chiquitos que aprendían bajo la mirada atenta de la maestra-directora Haiguhi Sirabonian. Durante la semana se dictaban las clases y el domingo había misa. Unos años más tarde cada institución tuvo su edificio pero siempre una al lado de la otra.
Hoy, la Escuela Armenia Arzruni –pájaro grande que vuela entre las montañas- alberga a 200 alumnos, desde jardín de infantes hasta séptimo grado. Un 60 por ciento son descendientes de armenios y aprenden su cultura pero el 40 por ciento restante también puede participar de la doble escolaridad. Lo llamativo es que la mayoría de los chicos no descendientes se integran a la armenidad con la misma facilidad con la que también aprenden inglés. Según las maestras y los ex alumnos, la clave está en la apertura, la aceptación de distintas ideologías y la no discriminación.
Simón Sirabonian tiene 93 años y es uno de los pocos sobrevivientes de aquellos primeros refugiados. El ayudó a construir la iglesia y la escuela, de la que su hermana fue primera maestra. Inclusive el nombre Arzruni voló de su imaginación. Simón cuenta una anécdota que pinta al armenio con los mejores matices. Dice que cuando apenas hacía un año que vivía en Flores, un primo que estaba en un orfanato en Grecia le escribió preguntándole cómo era la Argentina. "Yo le contesté: el mejor país del mundo. Lo que le falta es un gobierno justo." Justicia, igualdad, solidaridad. Tres premisas que el armenio no abandona aunque la tierra de sus ancestros quede bien lejos de casa.
Mónica Marenda
Comunidad armenia en Argentina
SOSTENER LA IDENTIDAD
Mgherdich, Verjin, Mardiros, Bedros, Galea, Atam, Oglu, Oski, Maireni no son sólo nombres raros. Cada una de esas letras conforma la identificación de un pueblo huido que llegó a la Argentina allá por los años ‘14. Se salvaron de un destino bárbaro: escaparon de la hambruna, las pestes y las matanzas que exterminaron a gran parte del pueblo armenio en el genocidio que los turcos ejecutaron sobre 1.500.000 almas en 1915. Aquí construyeron sobre el horror una nueva comunidad en la diáspora, que los mantiene unidos después de 80 años. Esta es la historia de Mgherdich y la de muchas otras letras que han desaparecido en el tiempo. Pero también, la de aquellas que permanecen en los nombres de los que han nacido en esta tierra.
Castigado y sometido por la crueldad del hombre, el pueblo armenio ha sobrevivido gracias a su fe. Tanto, que fue la propia iglesia la que cumplió el rol del estado en los tiempos de las ininterrumpidas conquistas foráneas. Esa misma institución que entregó a sus fieles el legado más preciado para cualquier cultura: una lengua propia. Si bien en el siglo pasado el surgimiento de la intelectualidad laica logró reemplazar el krapar (lengua literaria ancestral) por el asharapar (lengua coloquial), la iglesia siguió siendo la entidad que aún hoy aglutina la conservación de las tradiciones atávicas de los armenios en su territorio y en la diáspora.
La comunidad armenia que eligió como refugio el barrio porteño de Flores sur no es la excepción. Por eso, el caminante desprevenido que pasee por la calle José Martí al 1500 el domingo 4 de octubre podrá presenciar una de las manifestaciones rituales que mejor retrata a la armenidad: el Madagh. Después de una misa colmada de cantos gregorianos y rezos en krapar, el cura párroco Der Ieghishe Nazarian comenzará su plegaria en recuerdo de los ausentes. El humo del incienso inundará la iglesia de paredes blancas que allá por finales de los años ‘20 supo de un destino de madera y chapa. Luego, los fieles se prepararán para saborear el trigo y la carne de siete corderos sacrificados y bendecidos el día anterior. Las puertas estarán abiertas y cada una de las casi mil personas que comerán gratuitamente de esa comida sentirá la generosidad de un pueblo que intenta mantener la identidad en la integración. Madagh es el alimento entregado desde el corazón para la tranquilidad de las almas.
Esta vez, la ceremonia repetida aquí por los fieles desde la tercera década del siglo XX, es especial. Se realiza en el año del 70 aniversario de la iglesia Santa Cruz de Varak, la primera construida en Buenos Aires por los refugiados que huyeron del genocidio. Y se hace en las vísperas de un acontecimiento extra ordinario. Por pertenecer a una iglesia pionera, los fieles de Varak tienen el privilegio de llevar adelante una misión de fe que involucra a todos los armenios en la diáspora argentina: organizar la peregrinación que culminará en el año 2001 en la catedral de Echmiadzin, el templo más antiguo de la cristiandad. Cobijado por el monte Ararat, a 18 kilómetros de Erevan, la capital de la república armenia, el santuario recibirá a un número incalculable de creyentes que se reunirán para conmemorar los 1700 años de la fe cristiana y los 17 siglos de iglesia-identidad armenia.
La tarea recién comienza y se repetirá en cada lugar del planeta que albergue refugiados. De los 6.500.000 armenios que sobreviven en el mundo, el 54 por ciento vive en la República de Armenia. Un millón se distribuye en otras repúblicas de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y dos millones se reparte entre Europa y América.
La cantidad de armenios en Argentina es improbable, algunos hablan de 50 mil y otros, del doble. En su mayoría pertenecen a la tercera o cuarta generación de aquellos primeros refugiados que llegaron incluso antes del Genocidio. Con apenas 20 años, los jóvenes armenios que se asentaron en el bajo Flores lo hicieron porque esos terrenos pantanosos eran más baratos que los de Palermo, otro barrio típico de la comunidad. Ninguno pensó en levantar un club ni organizar una sociedad de fomento; la obra primordial era construir una escuela para que los chicos aprendieran idioma, historia, literatura y educación cívica armenia. Inmediatamente, porque es raro que exista una sin la otra, se edificaría la iglesia. En 1928 el sueño ya tenía paredes, techo y 120 chiquitos que aprendían bajo la mirada atenta de la maestra-directora Haiguhi Sirabonian. Durante la semana se dictaban las clases y el domingo había misa. Unos años más tarde cada institución tuvo su edificio pero siempre una al lado de la otra.
Hoy, la Escuela Armenia Arzruni –pájaro grande que vuela entre las montañas- alberga a 200 alumnos, desde jardín de infantes hasta séptimo grado. Un 60 por ciento son descendientes de armenios y aprenden su cultura pero el 40 por ciento restante también puede participar de la doble escolaridad. Lo llamativo es que la mayoría de los chicos no descendientes se integran a la armenidad con la misma facilidad con la que también aprenden inglés. Según las maestras y los ex alumnos, la clave está en la apertura, la aceptación de distintas ideologías y la no discriminación.
Simón Sirabonian tiene 93 años y es uno de los pocos sobrevivientes de aquellos primeros refugiados. El ayudó a construir la iglesia y la escuela, de la que su hermana fue primera maestra. Inclusive el nombre Arzruni voló de su imaginación. Simón cuenta una anécdota que pinta al armenio con los mejores matices. Dice que cuando apenas hacía un año que vivía en Flores, un primo que estaba en un orfanato en Grecia le escribió preguntándole cómo era la Argentina. "Yo le contesté: el mejor país del mundo. Lo que le falta es un gobierno justo." Justicia, igualdad, solidaridad. Tres premisas que el armenio no abandona aunque la tierra de sus ancestros quede bien lejos de casa.
Mónica Marenda
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