Hace 30 años, cuando la idea del hombre global, informado al instante de cualquier suceso que ocurriera al otro lado del planeta apenas era una utopía para las mayores potencias mundiales, en Argentina coexistían dos maneras de vivir. Una era la del ciudadano, ese ser que se movía por los pueblos más importantes de la República con la certeza de tener al alcance de la mano cuanto progreso fuera posible ‘al sur del sur’. La otra forma de llevar adelante la vida era la de los campesinos, esos gauchos que nacían y morían en la inmensidad de un paisaje plagado de soledades, vacas y grandes extensiones de cultivo. Si bien ambos mundos cohabitaron en armonía por mucho tiempo, lo innegable es que cada uno mantuvo su esencia, aunque tantas veces una se cruzara sutilmente con la otra. Es que el 90% de los hombres y mujeres en edad adulta y activa que poblaban las ciudades argentinas en la década del ‘60 provenían del campo. En este contexto se crió la generación siguiente, cuyos protagonistas llevaron a cabo el camino inverso al de sus padres, volviendo al campo, si no a vivir, sí a pasar largas temporadas durante las vacaciones estivales y de invierno.
Criados en la ciudad pero con un bagaje campestre muy arraigado, los niños de aquella época tuvimos la oportunidad de experimentar sensaciones tan agradables como andar en bicicleta por las anchas veredas del barrio, bajo arboledas añosas, y al mismo tiempo saber que en cualquier momento esa misma libertad la sentiríamos sobre un caballo, corriendo por la vasta llanura. Si en este caso ambas costumbres se cruzaban, cuando de obligaciones se trataba la vida en la ciudad se tornaba sin dudas más ardua, y exigía pautas de conducta que en el campo quedaban relegadas al espacio de los malos recuerdos. En la ciudad, por ejemplo, el despertador sonaba invariablemente, de lunes a viernes, a las 7: había que ir a la escuela.
Por aquel entonces, la educación -y sobre todo la educación de las niñas-, se imponía en un colegio religioso, aún cuando en la familia distaran mucho de ser católicos practicantes. Las monjas o hermanas eran las maestras perfectas para ese grupo de almitas femeninas recién salido del horno, a quien desde jardín de infantes le hablarían de Dios, y de quien hablarían hasta el último día de clases, cuando ya teníamos 18 años. Sin embargo, el peso de esa fe quedaba anulado cuando en el campo, durante el fin de semana, los paisanos relataban con lujo de detalles algunas de sus historias fascinantes. De todas, la que aún permanece vívida en mi memoria es la de la Luz Mala. Esta creencia, atávica entre aquellos seres, era tan real como irreal era la fe que se armaba en mi mente a través del discurso de nuestras maestras, las monjas.
En las clases de catecismo, estas señoras vestidas de negro de pies a cabeza infundieron primero el miedo: Dios era Todopoderoso y Bueno, pero ojo con hacer enojar a Dios, porque su furia podía ser incontenible. Luego, cuando las niñas aprendimos a leer, tuvimos una bibliografía obligatoria, que se adquiría en el mismo colegio en edición tapa color y hojas de papel de arroz. Nos encontramos por primera vez con El Nuevo Testamento y por consiguiente, con la primera gran duda: si este libro era el ‘nuevo’, ¿adónde había quedado el ‘viejo’? Pero ya se sabe, la fe no admite dudas.
Fuimos creciendo entre parábolas, versículos, Jesús y la Virgen María, e infinidad de personajes tan fascinantes como Lázaro y María Magdalena. Mientras tanto, en el campo, más tarde o más temprano, siempre aparecía alguien con el cuento de que había visto a La Luz Mala. Los relatos eran mágicos y aterradores, y siempre decían lo mismo: ‘Sabe, don Jorge, la otra noche volvía pa’l rancho y de repente la vi… ¡qué julepe, madre mía! Parecía el mesmísimo diablo, se lo juro, era roja, parecía fuego. Pero no, era la Luz Mala. ¿Quiere creer que a la mañana vino el Antonio pa’ decirme que le habían dicho que había no sé cuántas ovejas degolladas en el campo de los Cauda? Esa fue La Luz Mala, qué quiere que le diga, don Jorge”. Variaciones más, variaciones menos, yo escuchaba con asombro y mucho miedo -pegadita a la silla en donde estaba
sentado mi abuelo Jorge-, las historias macabras perpetradas una y otra vez por aquel ente tan feroz. Algunos hasta se arriesgaban a argumentar que las luces malas eran las almas en pena que andaban errantes hasta que sus pecados, demasiado leves como para merecer el infierno, fueran redimidos a rezos por algún familiar piadoso. Mi abuelo, un sabio hombre de campo, ni se mosqueaba ante semejantes declaraciones; muy por el contrario, hasta parecía burlarse en silencio de tamaña estupidez. Nunca oí de su boca una explicación sobre aquel fenómeno, que en mi imaginería infantil se armaba tan claro y transparente como clara y transparente es el agua.
Ya más crecidas, cuando andábamos por los 9 o 10 años, las chicas del colegio de monjas fuimos introducidas en un concepto religioso que a esas alturas rebalsó toda posibilidad de comprensión. Resultaba que, sin mayores prolegómenos, Dios era tres en uno, o uno dividido en tres; uno el Padre, uno el Hijo y uno el Espíritu Santo, todos Dios, y Dios en todos. La Santísima Trinidad era una entelequia imposible de abarcar, oscura aún luego de tantos años de abrir cada martes y jueves el libro del Nuevo Testamento para encontrarnos con parábolas y personajes fascinantes. Ahora Dios era un triángulo dibujado en la pizarra, un personaje enigmático que nos había llevado para atrás, hacia La Biblia, al encuentro del Viejo Testamento.
Por suerte todavía nos quedaba la esperanza del campo. Aquellos pinos que cantaban con el viento, los sauces bajo cuya copa construíamos refugios inexpugnables, el canto del gallo todas las mañanas, las ciruelas arrancadas de los árboles y devoradas al instante con máximo deleite, la hierba fresca, los perros pastores de nombres difíciles, los caballos, la huerta, la vida funcionando en forma perfecta, acabada, bella.
No fue hasta muchos años después, cuando el campo pasó a ser una consideración menor frente a temas importantes de la vida como eran ¡los chicos!, cuando conocí la verdadera esencia de Dios y, paradójicamente, la de la Luz Mala.
Ya cursábamos el secundario, esa época en que se leían cosas importantes y cada asignatura llevaba el peso de su propio nombre. Mientras que Literatura, Filosofía y Lógica aportaban conocimientos muy interesantes a mis inquietudes juveniles, cualquier rama de la ciencia era despreciada con igual o más ardor; se trataba de una cuestión de piel. Nunca pude con Química, Física o Matemática, disciplinas que desaprobé sistemáticamente cada año para aprobar luego con altas calificaciones en los exámenes de diciembre. Era evidente que ya se observaba en mí el espíritu rebelde propio de la adolescencia y que supo acompañarme fielmente hasta mi muy reciente madurez.
Yo no estaba hecha para acatar normas, para encorsetarme en números y fórmulas matemáticas, y menos que menos, para creer en Dios (recordar que el catecismo nos fue impuesto hasta que recibimos nuestro diploma, a los 18 años).
Entonces se produjo el milagro, con toda la paradoja que el mismo acarrea: la literatura, la filosofía y la lógica me acercaron a la posibilidad de abarcar a Dios, mientras que la ciencia me develó el misterio de La Luz Mala. (Cabe aclarar que si bien hoy por hoy me considero una agnóstica militante, eso no significa que por carácter transitivo ame las matemáticas).
Dios estaba en cada palabra de García Lorca o Arlt, Dios era ese pensamiento de Kant o aquel otro de Platón, Dios vibraba sólo cuando ponían a Bach, y resplandecía en algunas pinceladas de Boticelli pero incuestionablemente en todos los colores de Van Gogh. Por supuesto, no podía ser otro que el David de Miguel Angel.
Dios también era la naturaleza, la misma que poco a poco quedaba relegada a un segundo plano frente a la contundencia de prioridades tan incontrastables como cierta revolución de las hormonas, por lo demás naturales y lógicas para la edad. Fue sorprendente entonces descubrir que aquella imagen perfectamente orquestada en mi mente, ese fuego tan temido y temible, que ocasionaba los trastornos más aterradores en
las vidas de unos simples campesinos, que acarreaba pestes y producía desgracias por doquier, era producto de un fenómeno químico. ¡La Ciencia!
Proveniente de la más pura tradición oral indígena, estos pueblos consideraban los fuegos fatuos como manifestaciones de ultratumba; por eso el gaucho dota de poderes malignos a la Luz Mala, connotación que la transporta sin solución de continuidad al terreno de lo fantástico e irreal. Pero el fenómeno que es pasible de observar en las negras noches argentinas no es más que la fosforescencia de las sales de calcio que componen los esqueletos de los animales esparcidos por el campo. Unida a la falta de puntos de referencia en la oscuridad, al agotamiento visual, a la imaginación y al miedo, la Luz Mala se transforma en el argumento perfecto para crear una cosmogonía propia y singular del lugar que toca en suerte a cada uno sobre la tierra. En este caso, los paisanos que habitan el ‘sur del sur’.
En contraposición, la religión católica y su fe -con aquella maravillosa novela que es la Biblia, con la palabra escrita como Ley, con el peso de una tradición de más de dos mil años, con el poder omnímodo de la iglesia en todo el mundo occidental-, no pudo captar a aquella almita recién salida del horno, que para siempre se quedó huérfana de Dios.
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