Un amor sin nombre

Se ha dicho hasta el hartazgo que es en esta era de la tecnología y de la máxima libertad de expresión cuando la incomunicación entre los seres privilegiados del siglo XXI se hace más evidente. Todos –los privilegiados- tenemos un teléfono en casa o en la oficina, un móvil y una cuenta de correo en Internet. Todos tenemos acceso a los vehículos más veloces para decir y ser escuchados (o leídos), aunque todavía nos cueste saber qué decir para hacernos entender. Esta paradoja se aplica hoy a la búsqueda del amor, claro ejemplo de que hay cosas que no cambian demasiado con el tiempo. Ni con la llegada de la tecnología.
A casi una década de la aparición de Internet en forma masiva, y a pesar de que ya ha estallado la burbuja dejando en el campo de batalla a unos pocos vencedores, el correo electrónico y el chat siguen siendo instrumentos que mucha gente utiliza para conocer a otra gente. Sobre todo si se trata de solitarios de treinta y pico en adelante, grupo en el que se observa con mayor asiduidad el uso de la tecnología también para buscar amigos, sexo, pareja, o amor.
A primera vista esta modalidad no diferiría demasiado de las cartas que se han enviado, secretamente algunos y no tanto otros, los amantes de todas las épocas. Sin embargo, y por más medios de comunicación que haya en estos tiempos, intuimos que la diferencia es abismal (aunque, como es propio de la época, deberíamos confiar en que los capitostes de la era digital pongan pronto a la venta el chat con perfume, o con gusto a boca, o un e-mail que nos permita adjuntar en un archivo la propia lágrima, táctil, tibia, en 3D).
Muchos buscan en el desconocido virtual, ocultándose a su vez, el amor que no han encontrado todavía. Es una búsqueda utópica, en la que las virtudes del otro deben ajustarse perfectamente a los requisitos imaginados por el uno, y en la que las virtudes del uno son construidas con esmero, inclinando la balanza hacia el lado de la perfección. Como el objeto de deseo es buscado a imagen y semejanza del ideal que cada quien ha forjado en su interior, en tanto ideal facilita el desacierto en la elección. Por eso, cuando alguien del otro lado de la pantalla encaja en los requisitos pre-existentes, se construye una relación superior, cuyo diálogo se transforma a su vez en el vehículo hacia el propio yo ideal.
Es imposible imaginar un amor más perfecto ni un deseo más acabado. Tanto es así, que aún aquellos más deseosos de amor, demoran el encuentro personal; íntimamente saben que algo se romperá en ese instante. Porque es la mirada del otro la que devuelve la imagen más cercana a la realidad que cada quien puede tener de sí mismo: en Internet, al no existir el contacto real con el otro, lo que se ve o se intuye es un sueño que no se disuelve cuando se apaga la pantalla.
Este mundo es tan ideal que inclusive admite la pérdida de identidad, o al menos posibilita su intercambio. Por lo general, el usuario de Internet utiliza un apodo al abrir su cuenta de correos en un buscador de parejas, hecho que se potencia en el caso del chat. Allí, las fantasías se hacen evidentes cuando Raúl se presenta como Neo, el prototipo de héroe actual, o Lucía se hace llamar Madonna. Se pierde la verdadera identidad pero se gana en ilusión: el anonimato transforma a los seres comunes en superhombres o heroínas al tiempo que brinda una pista acerca de sus personalidades. Aunque este código
es comprendido por el conjunto, el peligro reside al momento de caer en la cuenta de que Neo es en realidad un indolente que sabe de artes marciales y metafísica poco más que lo que ha visto en la saga hollywoodense, y que a la falsa Madonna le faltarían algunas clases de danza para aguantar tres horas cantando y bailando en el escenario sin desmayarse.
En la era de las comunicaciones los solitarios han encontrado un nuevo canal para buscar el amor. Quizás el error esté en depositar todas las expectativas en ese medio, con todo el potencial que éste posee. Dónde sino en Internet se puede acceder, con el solo hecho de teclear una clave, a millones de personas en el mundo entero, entre las que, por imperio de la lógica, tiene que estar el amor tan deseado.
O quizás el error consista en seguir realizando la búsqueda bajo los mismos parámetros que impuso el siglo XVIII, esperando encontrar al superhombre o a la heroína que sean capaces de quitarnos el hambre, hacernos llorar y reír, soñar con la trascendencia y alimentar fantasías aún ante la evidencia de la realidad.
Mónica Marenda

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