VIAJES
(agradecemos a Gustavo Averbuj, quien nos hizo llegar este Newslwetter que Monica escribió antes de uno de sus últimos viajes)
Toda mi vida tuve el deseo de viajar y, hasta que al fin pude hacerlo, sospeché que era uno de esos sueños que jamás iba a concretar. Sin embargo, a partir de mis veintitantos (en el siglo pasado), empecé a conocer el mundo. En el ’89 fui a Chile; ¡por primera vez cruzaba la cordillera! Llegué en plena preparación del plesbiscito y vi la obra en construcción del Parlamento, en Valparaíso. En el ’91 recorrí Brasil durante dos meses: empecé con el Año Nuevo en Copacabana y terminé en el carnaval de Olinda, Recife. Para los que hayan visto “Estación Central”, recorrí miles de kilómetros en esos bondis destartalados que se ven en la película. En el ’92 conocí Cuba y creí tocar el cielo con las manos: siempre había dicho que quería ir a los pagos en los que había luchado el Che antes de que muriera Fidel ¡y Fidel sigue vivito, coleando y dando discursos de 5 horas! En el ’98 viajé a Nueva York y otra vez creí estar en el paraíso. Nunca hubiera imaginado que caminaría por la Fifht Avenue todos los días –mi hotel de 50 pisos estaba cerca-, ni que transitaría los senderos del Central Park hasta descubrir una estatua de Alicia en el País de la Maravillas (entrada por la calle 72) que muy poca gente conoce, ni que descubriría que cualquier edificio parecía enano al lado de las explotadas y ya míticas Twin Towers. Pero sin dudas, el viaje que más me rompió la cabeza fue el que realicé al año siguiente a Europa.
El viejo continente siempre había significado un imposible, ese lugar al que jamás podría acceder, por falta de dinero, por falta de coraje, por falta de dos gambas que acompañaran a las mías. Sin embargo, un mes antes de estar efectivamente allí compré un pasaje, contraté un curso de inglés en un college de Londres y me embarqué hacia una aventura alucinante. Tenía miedos, dudaba de mi inglés –había estudiado durante 10 años en mi infancia y pre adolescencia, y después, nunca más- y encima de todo, iba sola. Llegué al aeropuerto de Gatwic una soleada mañana de primavera y ni bien pisé suelo británico, me di cuenta de lo bien que estaba. Sorteé las incisivas preguntas de inmigraciones, me tomé el tren desde el aeropuerto hasta Victoria Station, allí me saqué una foto, para el carnet del subte, en una máquina automática que para que funcionara debía colocarle una moneda, cambio que solicité a un vendedor de frutas, y llegué a la casa de familia adonde viviría durante un mes, todo sin problemas y en inglés, of course. Ese tiempo fue hermoso, conocí gente de todo el mundo, mejoré mi inglés y conocí Londres al dedillo. Una vez terminada esta experiencia, me uní a dos amigas y comenzamos a viajar. De Londres fuimos primero a Praga (ciudad de cuentos de hadas si las hay) y luego, a Budapest. Yo había viajado a Edimburgo en un tren de primer mundo, y claro, me había malacostumbrado. Porque cuando llegamos a la estación de trenes de Praga, casi nos caemos de espaldas: el lugar no distaba mucho de ser Constitución u Once, y el tren, tan hecho trizas como el peor de la zona oeste que en mis años de estudiante me llevaba a Chivilcoy cada quince días. Con mis amigas habíamos sacado el pasaje en camarote y si no nos dio un infarto cuando lo vimos, fue porque somos chicas muy sanitas. Pasado el shock inicial, María, Claudia y yo nos pusimos a parlotear, a comer el riguroso sandwichito de los viajeros medio pelo, y nos dormimos medio tarde, a eso de la una de la madrugada, varias horas después de haber partido.
Lo que sigue es la anécdota más graciosa que, hasta ahora, viví mientras estuve de viaje:
En medio de la noche, nos despiertan unos gritos. Miro mi reloj: 4 a.m. Vemos que la puerta del camarote está abierta aunque una sombra inmensa nos impide distinguir cualquier cosa que haya detrás. El gigante es un señor uniformado de militar, con cara de pocos amigos, que habla en un idioma extraño. No es alemán, no es austriaco, creo que no es ruso... En un inglés peor que el de Tarzán, y con gestos ampulosos, nos indica que bajemos las valijas. Yo miro a mis amigas y les digo, bien de argentina cocorita: “¡éste está en pedo, con lo que nos costó subirlas al valijero!!!”. El tipo sigue hablando y de pronto veo la cara de pánico del guarda, que se asoma por detrás de esa espalda imponente y militar. Nosotras, imperturbables. El señor uniformado sigue su camino pero refunfuña, a los gritos, mal. Por ahí escucho algo así como ‘argentinian, platz engelbaum visa totz, IAA!!!
Todo el mundo está despierto; nosotras, cagadas de risa. Pero el ‘politzia’ regresa, y espeta otras instrucciones con sus gestos y palabras. ¡Eltz visa wronslten rotwsxal!!!! ¡OUT, OUT, OUT!!!!!!. Yo: What??? El: ¡SUITCASE, VISA, OUT!!!!!! Mis amigas y yo: ¿qué mierda quiere? ¡las valijas no se las bajamos, ni locas!!!! El: ¡VISA ENGESPLASTEN #*#&%#*&#, VISA, OUT, OUT!!!!! De repente, el tipo se mete en el camarote, baja las valijas con la peor mala onda y ¡se las lleva!!!! Nosotras corremos por detrás y vemos con desesperación que el tren está parado en medio de dos vías, ni siquiera contra la estación, y nuestro equipaje en el medio del campo. En ese momento el guarda nos obliga a bajar del tren con gesto de: ‘woxdotz enz to qe itzvan’ (hice todo lo que pude). El pasaje en su totalidad está asomado por las ventanillas. Nos mira como a delincuentes. Encima, los canas –a esta altura son tres- nos obligan a cargar solitas con las valijas. Vemos cómo el tren emprende la partida.
En una perdida estación de frontera entre República Checa y República Eslovaca nos enteramos de que para ir a Hungría hay que abonar la módica suma de 50 dólares como visa de tránsito. Les recuerdo que son las 4 de la mañana; por ende, la estación está desolada y la ventanilla para pagar, cerrada. Uno de los policías –imagínense un uniforme como el de los cosacos rusos, y juro que no miento- nos dice que tenemos que acompañarlo. Mi amiga María, un tanto mayor que Claudia y yo, decide ir con él. Antes de hacerlo me dice, con cara de circunstancia: ‘cualquier cosa, llamala a Mabel’ (Mabel es otra amiga, abogada). Con Claudia nos miramos, muy asustadas, y pensamos: a ésta la cagan a palos. Yo no lo puedo creer.
Por suerte, María vuelve sana y salva, pero con 150 dólares menos. Allí debemos esperar cuatro horas, hasta que pase el próximo tren a Budapest, entre policías que nos miran con desconfianza, gente que llega en horario de viajar para ir al trabajo y que nos observa con mucha curiosidad, y un señor medio borracho que, cuando le comentamos que somos argentinas, insiste en hablar ¡de Menem!!!!!! Aunque también, obviamente, de Maradona.
En fin, mañana me voy de viaje, contra todas las previsiones agoreras de mi primera juventud. Estoy ansiosa y con algo de miedo pero feliz. Estoy segura de que no puede pasarme nada similar a lo de aquella madrugada en Eslovaquia, cuando después del estupor, tres argentinas perdidas en medio de la nada se rieron a carcajadas de semejante andanza.
Buenos Aires, 14 de febrero de 2002.
Mónica Marenda